Estos días estoy recuperando memoria emocional de otros sucesos en mi vida que tienen que ver con el contagio del virus y la muerte.
En 1985 yo era un joven psicólogo responsable de un centro asistencial para toxicómanos en San Sebastián en los tiempos duros de la heroína. Habíamos oído hablar del sida, pero lo veíamos como algo lejano, propio de los americanos.
Nuestra realidad cambió bruscamente, creo que era octubre, cuando un paciente enfermó gravemente e ingresó en el hospital falleciendo a los pocos días de sida.
El impacto para todos fue brutal. El miedo ya presente en el proceso de la enfermedad se convirtió en pánico.
¿Estaré infectado? ¿Cómo se transmite el virus? ¿Qué hacemos? ¿Qué hacer?
Muchas preguntas para tantas incertidumbres que de pronto irrumpían en nuestras vidas y para las que no teníamos respuestas en ese momento.
Algunos (pocos) pacientes y profesionales se fueron. Las familias estaban asustadas, hubo alarma en los vecinos y algunos amigos nos rehuían. Se habló con ellos. Prevaleció la calma y la solidaridad. Fueron meses muy intensos de angustia y trabajo. Hoy ya mayor me pregunto cómo pudimos continuar.
Estos días mi cuerpo recupera esta memoria del sufrimiento. Sé que el coronavirus es otra cosa, otra historia diferente que nada tiene que ver con aquello. Tengo que recordármelo continuamente para parar de temblar y poner distancia con las noticias.
¡Ánimo! Hoy también es un buen día, y en un rato va a salir el sol.
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