Hace ya 40 años que empezó mi aventura profesional en la psicología. En junio de 1982, recién titulado por la universidad Autónoma de Barcelona, participé en una convocatoria abierta de Diputación para crear el “primer centro de drogodependientes en régimen de internamiento del País Vasco”.
Fui elegido como psicólogo y el 23 de septiembre de ese mismo año se abrió la Comunidad Terapéutica de Haize Gain, gestionada por Agipad, donde ejercí durante 20 años como psicólogo y director. Esta etapa fue una intensa experiencia profesional y personal. Desde entonces soy un entusiasta de las comunidades terapéuticas y de la terapia de grupo.
Iniciamos nuestra vida en el grupo familiar y posteriormente vamos creciendo, desarrollándonos, incluso enfermando, en los diferentes grupos por los que transitamos. En ellos establecemos los vínculos que nos van conformando y sosteniendo a lo largo de la vida.
Este jueves 23 de septiembre de 2022, regresé a Haize Gain 40 años después y me inundaron emociones de todas las experiencias vividas, también me ilusionó ver que sigue siendo un magnífico centro para afrontar los problemas con las drogas. Es un lugar en el que se respiran la calma y la pausa necesarias para encontrarse a uno mismo.
Quiero dar las gracias a todos los profesionales que han formado parte de este proyecto, y a todos los pacientes, que durante años me enseñaron tantas cosas.
Exterior comunidad Haize Gain. 1982.
El periodo de aislamiento del inicio de la pandemia me obligó a adaptarme y a utilizar las tecnologías para continuar con las terapias iniciadas, que además se vieron seriamente agravadas en la mayoría de casos.
Tras vencer mis resistencias iniciales y mi torpeza con la tecnología, hoy en día las videollamadas están plenamente integradas en mi trabajo cotidiano, llegando a ser utilizadas por 1 de cada 5 pacientes, con los cuales me conecto vía Skype o Zoom.
Este tipo de terapia está siendo utilizado por pacientes en su mayoría jóvenes que en su día iniciaron su terapia de forma presencial en Donostia pero hoy en día viven en diferentes partes del mundo, desde EE.UU a Australia pasando por Bélgica y Suiza.
Esto también ha posibilitado no interrumpir la terapia en usuarios que por algún motivo no puedan acudir a consulta un día determinado, lo que resulta interesante para todos.
Actualmente también estoy iniciando terapias con pacientes nuevos exclusivamente vía online, lo que resultaba impensable para mi hace dos años.
Al principio, como todas las personas tuve que incorporar el impacto de los primeros momentos del Covid y las posteriores evoluciones de la pandemia. Para mí fue importante aprender a gestionar el miedo dentro de mis otras muchas emociones, darme cuenta de cómo me afectaba y aceptarlo como compañero de viaje. Esto me ayudó a calmarme y aliviar la tensión interna que siento ante las incertidumbres de lo que sucede y las ansiedades del devenir.
El cuerpo es ese otro radar que nos envía señales de como de verdad estamos viviendo la realidad y que a veces con la cabeza no podemos ver. Puede mostrarse a través de los síntomas físicos como dolores de cabeza, cansancio, dolores musculares, insomnio, tristeza o síntomas depresivos.
En nuestro vivir cotidiano han cambiado nuestros mecanismos de distensión como la cervecita o el café en el bar con las amigos, los viajes, y otras muchas cosas en la cotidianidad. Es básico no desatendernos. El ejercicio físico, los bañitos en el mar, el yoga, la lectura, oír música y pasear alivian. Soy también más consciente del valor de las pequeñas cosas que son importantes y los planes son a corto plazo.
Estoy viendo que nos preocupa cómo serán las navidades y los riesgos de reunirnos con nuestros familiares. Bueno, siempre ha tenido sus peligros la familia y algunos se alegran de que sean diferentes. El distanciamiento social sí es una consecuencia de todo esto, la soledad no es igual para todos y un drama en algunos casos.
Con respecto al trabajo en la consulta hay una pérdida de referencias en el encuadre tradicional que hay que ir reinventándolo; he incorporado la mascarilla progresivamente y veo cómo esto afecta en la expresión de las emociones.
En todo momento están presentes los confinamientos de los pacientes cuando enferman y los sustos cuando se dan casos en mi entorno. He incorporado la terapia on-line, que antes me resistía a utilizar y ahora es una herramienta de utilidad.
Los grupos de supervisión y terapia continúan, lo cual me parece muy importante para mantener el encuentro y la relación con los otros. Con todo ello he seguido trabajando en estos tiempos nuevos. El trabajo es pesado, denso y a veces me viene la fantasía de la jubilación pero es un reto interesante, como casi siempre.
Os invito a leer este interesante artículo publicado en «El País»: La dureza de ser psicólogo en una pandemia
Hoy me he despertado temprano, he dormido inquieto, con una presión en el pecho, tengo pocas ganas de comer y hasta me cuesta ir al baño. Estoy en alerta, tengo miedo aunque no sé a qué.
Sé que está situación que vivimos actualmente en relación al coronavirus va a llevar su tiempo. Desconocemos cuanto, a veces se nos va a hacer largo y nuestro estado de ánimo va a a ir cambiando.
Después de una primera etapa de impacto por la novedad, continua una travesía emocional por el túnel de un desierto marciano hasta que veamos más luz.
Recupero recuerdos poco favorecedores de mi recorrido profesional. Me viene a la cabeza la doctora y amiga, Ángela Molnos, antropóloga y psicoanalista húngara residente en Londres. Creo que sería en 1986 cuando Ángela vino a ayudarnos a elaborar la situación posterior al impacto de la irrupción del SIDA y la muerte de los primeros pacientes en la comunidad terapéutica Haize-Gain.
Como director del centro no me sentía muy competente, pues me había imaginado como Churchill arengando a pacientes y equipo a mantener el ánimo ante la zozobra del momento; pero la realidad era que estábamos muy deprimidos. Los silencios eternos se sucedían en los grupos y me costaba hablar, más bien me empequeñecía en la silla hasta casi querer desaparecer; lo cual me daba mucha vergüenza y sentir que no valía lo que hacía.
Ángela nos relató su experiencia de joven durante la guerra en un campo de concentración nazi y lo que a ella le sirvió para vivir. Nos contó en esa mesa de la foto cómo aprendió lo importante que era para la supervivencia el mantenerse vinculado con otras personas y el sentirse parte de un grupo. También que la mirada, o sea, «mirar y ser vistos» era parte fundamental para sentirnos y reconocernos como personas y que la presencia de esos otros servía mucho para mitigar el sentimiento de soledad y angustia tan grande en momentos difíciles.
Nos habló entre otras cosas de «los muertos vivientes», esas personas que vemos en los documentales de la época que con la mirada vacía deambulaban por el campo sin rumbo; pero eso es otra historia, sobre el abandono o la resistencia, o resiliencia ante la depresión.
Con estas reflexiones me relajé mucho.
Desde entonces y no se hasta cuántos años después un cartel presidia la sala de reuniones «buenas relaciones pueden hacer milagros». Ahora que veo a colegas y amigos promoviendo todo tipo de grupos y redes de apoyo y reflexión pienso en esas palabras.
Estos días estoy recuperando memoria emocional de otros sucesos en mi vida que tienen que ver con el contagio del virus y la muerte.
En 1985 yo era un joven psicólogo responsable de un centro asistencial para toxicómanos en San Sebastián en los tiempos duros de la heroína. Habíamos oído hablar del sida, pero lo veíamos como algo lejano, propio de los americanos.
Nuestra realidad cambió bruscamente, creo que era octubre, cuando un paciente enfermó gravemente e ingresó en el hospital falleciendo a los pocos días de sida.
El impacto para todos fue brutal. El miedo ya presente en el proceso de la enfermedad se convirtió en pánico.
¿Estaré infectado? ¿Cómo se transmite el virus? ¿Qué hacemos? ¿Qué hacer?
Muchas preguntas para tantas incertidumbres que de pronto irrumpían en nuestras vidas y para las que no teníamos respuestas en ese momento.
Algunos (pocos) pacientes y profesionales se fueron. Las familias estaban asustadas, hubo alarma en los vecinos y algunos amigos nos rehuían. Se habló con ellos. Prevaleció la calma y la solidaridad. Fueron meses muy intensos de angustia y trabajo. Hoy ya mayor me pregunto cómo pudimos continuar.
Estos días mi cuerpo recupera esta memoria del sufrimiento. Sé que el coronavirus es otra cosa, otra historia diferente que nada tiene que ver con aquello. Tengo que recordármelo continuamente para parar de temblar y poner distancia con las noticias.
¡Ánimo! Hoy también es un buen día, y en un rato va a salir el sol.